Laicos
Las hermandades: casa y escuela de vida cristiana, comunión y sinodalidad
Ponencia del Card. Kevin Farrell en el II Congreso Internacional de Hermandades y Piedad Popular
El II Congreso Internacional de Hermandades y Piedad Popular se celebró del 4 al 8 de diciembre en Sevilla, España. El Congreso Internacional se inauguró con la lectura del Mensaje del Papa Francisco por el Excmo. Sr. D. Edgar Peña Parra, Sustituto para los Asuntos Generales de la Secretaría de Estado. El Prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, Card. Kevin Farrell, intervino el jueves 5 de diciembre sobre el tema «Las hermandades: casa y escuela de vida cristiana, comunión y sinodalidad». Publicamos a continuación el discurso del Cardenal Prefecto, pronunciado en español (versión en italiano disponibile también).
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Un cordial saludo a Mons. José Ángel Saiz Meneses, arzobispo de Sevilla, a los obispos y sacerdotes aquí presentes y a todos los participantes en este Congreso Internacional. Las hermandades están compuestas por laicos – de hecho, son las realidades de agregación laical más antiguas que han surgido en la Iglesia – y por eso el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, al que represento, mira con interés su apostolado y su desarrollo histórico.
En el título de la conferencia que se me ha asignado, se pone de relieve un aspecto particular de las hermandades, el de ser “casa y escuela de vida cristiana, comunión y sinodalidad”. Retomaré cada uno de los elementos del título para ofrecer algunas reflexiones sobre el tema.
1. Las hermandades como “casa”. La casa, más que un lugar físico, es un lugar “antropológico”, diría yo. La casa, de hecho, se refiere a la vivienda física, que da una determinación concreta a la vida de una familia y en cierto sentido refleja su “estilo”, sus valores. Pero “casa” también se refiere al conjunto de relaciones que toman forma en esa vivienda y que constituyen el entorno vital en el que las personas expresan plenamente su dignidad, sus aspiraciones, sus necesidades. La casa es también el lugar que conserva las tradiciones, el lugar donde los adultos y los ancianos transmiten a las nuevas generaciones hábitos, ceremonias, prácticas, lenguas, que son portadores de una gran riqueza de valores, experiencias vitales y fe. La casa, por tanto, en la concreción de un lugar y en la riqueza de las relaciones que en ella se establecen, es el lugar de pertenencia, donde uno se siente reconocido, donde uno se siente querido y acogido, donde uno se encuentra a sí mismo y a su historia, donde uno siempre regresa de buen grado. Para comprender este aspecto, basta con tomar conciencia de lo que sentimos cuando, en la vida real, pronunciamos la frase: “¡Me voy unos días a casa!” ¿Qué emociones, qué recuerdos, qué expectativas afloran en nosotros? Sin duda, el calor, la acogida, la fiesta, la tranquilidad, el descanso, la compañía, el afecto, las tradiciones. Todo ello evoca la palabra “casa”.
Encontramos aquí un primer rasgo característico inherente a la “vocación” de toda hermandad. La hermandad está llamada a ser el lugar vital, hecho de espacios concretos y sobre todo de relaciones, donde cada uno pueda “sentirse en casa”, es decir, sentirse acogido y aceptado, reconocido en su individualidad, apoyado y animado por lazos verdaderamente fraternales con los demás cofrades. Debe ser un lugar donde uno se sienta “en familia”, donde se perciba a sí mismo como parte de una comunidad de personas unidas por fuertes lazos humanos y espirituales, y donde redescubra el contacto con su pasado, con el pasado de su tierra, de sus antepasados, y así, al redescubrir sus raíces, refuerce su identidad.
¿Qué es contrario a esto? ¿Qué impide que una hermandad sea percibida como una casa por todos sus miembros? En primer lugar, la frialdad en las relaciones. Esto sucede cuando entra en juego el anonimato y así los demás, en lugar de ser “cofrades”, siguen siendo desconocidos para nosotros. O cuando las relaciones se vuelven burocráticas, carentes de sinceridad. Cuando nos juntamos sólo para cumplir ciertas tareas, pero no se comparte la vida, no se abre el corazón a los demás. O cuando las relaciones se limitan a los “papeles” que cada uno desempeña, o a las “jerarquías” que se crean en el grupo. De este modo, las personas se esconden detrás del “papel”, y en la hermandad ya no hay un verdadero encuentro entre hermanos, sino que empiezan a prevalecer las lógicas de poder, la búsqueda del prestigio social, la afirmación del propio ego, en lugar del servicio desinteresado y el encuentro sincero con el otro.
Por lo tanto, es necesario un cuidado continuo para que cada hermandad conserve una dimensión “familiar”, para que siga siendo una “casa”, un lugar donde cada uno pueda encontrarse a sí mismo al estar junto a los demás. Es responsabilidad de todos, dentro de una hermandad, preservar un clima de verdadera fraternidad para que el indiferentismo y el individualismo de las sociedades contemporáneas no infecten estas asociaciones.
2. Las hermandades como “escuela”. Si la casa es el lugar por excelencia de acogida y, podríamos decir, de intimidad, la “escuela” representa, en cambio, el lugar donde el individuo está llamado a salir de sí mismo, a ir más allá de su restringido mundo de conocimientos y relaciones para ampliar sus horizontes, enfrentarse a nuevas ideas y establecer nuevos contactos.
Este segundo aspecto también forma parte de la vocación de una hermandad. Cada hermandad está llamada a convertirse en una “escuela”, un lugar de crecimiento personal y comunitario, un lugar de intercambio de opiniones y de confrontación, de formación, de superación de fronteras para aprender a pensar de un modo nuevo. El Santo Padre, dirigiéndose precisamente a los miembros de las cofradías dijo: «La riqueza y la memoria de vuestra historia no se deben convertir nunca en motivo de repliegue sobre vosotros mismos, de celebración nostálgica del pasado, de cierre hacia el presente o de pesimismo por el futuro; sean más bien estímulo fuerte para reinvertir hoy vuestro patrimonio espiritual, humano, económico, artístico, histórico y también folclórico, abiertos a los signos de los tiempos y a las sorpresas de Dios»[1].
“Reinvertir hoy vuestro patrimonio”, abiertos a las nuevas inspiraciones que Dios suscita. Este es un gran desafío. Aquí, en efecto, las hermandades están llamadas a ser “escuelas” que enseñan a no permanecer inmóviles en el pasado, sino que estimulan a abrirse al presente y al futuro. Es precisamente esta invitación la que el Santo Padre hizo a las cofradías: «Mantened vivo el carisma del servicio y de la misión, respondiendo con creatividad y valentía a las necesidades de nuestro tiempo»[2].
Así que, además de preocuparnos por preservar lo que se ha hecho en el pasado, sería útil preguntarnos: ¿Cómo ponemos en contacto nuestras tradiciones con la vida actual de las personas? ¿Cómo hacer para que los ritos, los actos públicos de culto, las iniciativas de oración y de ayuda mutua puedan hablar también a los hombres y mujeres de hoy, a menudo alejados de toda sensibilidad religiosa?
En este afán por abrirse a la gente de hoy, las hermandades deben estar animadas por un espíritu misionero para llegar a todos, especialmente a la gente más sencilla. El Santo Padre dijo a las cofradías: «Tenéis una misión específica e importante, que es mantener viva la relación entre la fe y las culturas de los pueblos a los que pertenecéis, y lo hacéis a través de la piedad popular… Esta fe, que nace de la escucha de la Palabra de Dios, vosotros la manifestáis en formas que incluyen los sentidos, los afectos, los símbolos de las diferentes culturas... Y, haciéndolo así, ayudáis a transmitirla a la gente, y especialmente a los sencillos, a los que Jesús llama en el Evangelio “los pequeños”»[3].
Este impulso misionero, aunque implica a los más pequeños, está sin embargo abierto a todos, porque la fraternidad, que define la esencia de toda hermandad, es un deseo que está presente en el corazón de cada hombre. Debemos, por tanto, saber responder a este deseo, que sigue vivo incluso en las personas de hoy, aunque no se manifieste abiertamente.
Las hermandades, como la Iglesia en su conjunto, deben encontrar siempre el valor y la creatividad para hablar nuevos lenguajes, despertar el interés, saber destacar la belleza de sus tradiciones y volver a presentarla de tal forma que siga atrayendo. En efecto, mucho más que las palabras, es la atracción de la belleza lo que puede acercar a muchos a la fe. Me refiero aquí no sólo a la belleza estética de los ritos, las estatuas, las túnicas, sino sobre todo a la belleza de la comunión y la unidad entre los cristianos. Es la belleza de la caridad que llega al corazón. Intentemos aplicar lo dicho hasta ahora sobre las hermandades como “casa” y “escuela” a los tres ámbitos específicos sugeridos por el título: vida cristiana, comunión, sinodalidad.
3. Las hermandades, casa y escuela de vida cristiana. Tocamos aquí un punto importante. En el pasado, la formación en la vida cristiana era anterior a la pertenencia a la hermandad y se recibía en otros lugares: en la familia, en la parroquia, incluso en la escuela. Esto ya no es así. En el contexto cultural actual que caracteriza a muchas sociedades occidentales, muchas personas – en algunos países la inmensa mayoría – ya no reciben ninguna formación cristiana (y religiosa en general) ni en la familia, ni en la parroquia, ni en otras estructuras eclesiales (a las que ya no acuden), y menos aún en las escuelas y otras instituciones educativas.
Surge por tanto una nueva tarea y responsabilidad para las hermandades, la de convertirse en lugares de formación cristiana para sus miembros. A menudo las personas se acercan a una hermandad atraídas por algún acontecimiento en el que participan, o por las relaciones de amistad que establecen con quienes ya son miembros, pero la fe de quienes se convierten en miembros de una hermandad, y de cualquier otra asociación de fieles, ya no puede darse por sentada.
Hoy en día, cada vez con más frecuencia, son precisamente las agregaciones laicales, y entre ellas también las cofradías, las que se convierten en el lugar del primer encuentro con el Señor, del descubrimiento de la fe y de la realidad viva de la Iglesia. Por ello, además de promover las actividades de culto y apostolado propias de las hermandades, debemos pensar en cómo acompañar a las personas en un camino gradual de iniciación a la vida cristiana. Nunca debe olvidarse una finalidad pedagógica y formativa. El gran reto para las hermandades es ofrecer, de forma permanente, caminos de evangelización y de catequesis, de primer anuncio, de formación en la fe, de acompañamiento en el crecimiento espiritual.
Quisiera subrayar que, cuando hablamos de “formación cristiana”, no debemos limitarnos a las clases de tipo escolar, sino que nos referimos a algo más completo que incluye la catequesis vivencial y kerigmática, la introducción a la vida sacramental de la Iglesia, las celebraciones litúrgicas, la introducción a la vida de oración, la verificación de la vida y el crecimiento moral a la luz de la Palabra de Dios, los momentos de confrontación y diálogo, las experiencias de fraternidad, las experiencias de servicio y caridad, las experiencias misioneras, etc. El modelo es la “formación en la fe” que Jesús hizo con sus discípulos.
Al comienzo de su pontificado, reunido con miembros de las cofradías, el Santo Padre dijo: «Acudid siempre a Cristo, fuente inagotable, reforzad vuestra fe, cuidando la formación espiritual, la oración personal y comunitaria, la liturgia»[4]. Esto debe ser debidamente pensado y planificado, no es automático. Hay que identificar a las personas adecuadas y competentes, formar equipos y planificar momentos concretos para que esta formación en la vida cristiana se lleve a cabo eficazmente en las hermandades.
4. Las hermandades como casa y escuela de comunión. La comunión es un aspecto central de la vida de la Iglesia: no es meramente un aspecto sociológico, sino el fruto del Espíritu Santo que crea nuevos vínculos entre los fieles. En este sentido, las hermandades, como realidades plenamente eclesiales, están llamadas a ser lugares donde se vive y se enseña la comunión: “casa” donde se vive, “escuela” donde se enseña la comunión.
En primer lugar, son “casas” de comunión, porque en ellas la comunión se experimenta concretamente junto a los cofrades. Como ya he dicho, la comunión en la Iglesia es de origen sobrenatural, por lo que incluso en las hermandades hay que asegurarse siempre de que Dios actúe en las personas y Él mismo haga de los distintos individuos un solo cuerpo, animado por la misma fe y caridad. El Papa Francisco dijo a este respecto: «Vuestros consejos y vuestras asambleas – como os pidió el amado Papa Benedicto XVI – no se reduzcan nunca a encuentros puramente administrativos o particularistas; sean siempre y antes que nada lugares de escucha de Dios y de la Iglesia, de diálogo fraterno, caracterizado por un clima de oración y de caridad sincera»[5].
La comunión con los cofrades debe vivirse, alimentarse y preservarse continuamente, porque, dada la debilidad humana, siempre es posible “herir” la comunión. Puede haber comportamientos, palabras, acciones, que debiliten la comunión, y por ello el perdón nunca debe faltar en las hermandades. Pedir perdón sinceramente, reconocer las propias carencias hacia los hermanos, los pecados que han debilitado la comunión, es un aspecto crucial para cualquier comunidad cristiana. No es aceptable que en una hermandad se guarden rencores, se hable mal de los demás, se rompan relaciones y no se vuelvan a dirigir la palabra, se alimenten “guerras” internas o externas. Todo esto no es cristiano, es abiertamente contrario a lo que Jesús nos enseñó y requiere una conversión sincera para reconstruir la unidad herida.
Allí donde “termina” el papel de la casa, comienza la “misión” específica de la escuela. En las hermandades se educa a las personas para vivir una comunión mayor que se abre a toda la realidad eclesial. Cada hermandad debe educar a sus miembros en la madurez eclesial, para que no se queden confinados en los estrechos ámbitos del grupo, de la capilla y del lugar de culto, de un rito anual que se celebra, sino que aprendan a participar en la vida de la parroquia, de la diócesis, de las iniciativas de la región eclesiástica local o de la conferencia episcopal nacional y, finalmente, aprendan a conocer y a amar el camino que sigue la Iglesia universal bajo la guía de los Sumos Pontífices.
Así pues, comunión hacia dentro, entre los cofrades, pero también comunión hacia fuera, con los pastores de la Iglesia local y universal. Esta comunión con la Iglesia también debe cultivarse y alimentarse continuamente, y es de una gran riqueza, porque las reflexiones y los impulsos que provienen del diálogo con los párrocos o con los obispos, o de los sínodos locales y universales, o del Magisterio de los Papas, contribuyen a revitalizar la fe personal de los miembros de las hermandades y la visión que tienen de la misión de la Iglesia.
A este respecto, quisiera aclarar un posible malentendido que puede introducirse en cualquier tipo de agregación laical. Como bien saben, desde el Concilio Vaticano II – luego con el Sínodo de 1987 sobre la Vocación y la Misión de los Laicos, y aún más en los últimos años, con la enseñanza del Papa Francisco y el Sínodo sobre la Sinodalidad – se ha producido en la Iglesia un acertado impulso para valorar el papel de los laicos, su carisma bautismal y secular, su papel como fermento en el mundo, pero también la contribución que pueden y deben aportar en el apostolado, la catequesis, la pastoral y también en el gobierno de las estructuras eclesiásticas. Todo esto es positivo, debe fomentarse, y aún queda mucho por hacer en este sentido.
Sin embargo, el malentendido que he mencionado es el de interpretar esta promoción de los laicos en el sentido de su total independencia de la Iglesia institucional y de los pastores o, peor aún, en el sentido de promover “reivindicaciones” de tipo sindical que sitúan a los laicos “contra” la jerarquía eclesial y “contra” los ministros ordenados, y no junto a ellos. Esto es erróneo. La perspectiva correcta es caminar juntos, no cada uno por su lado. Se valora a los laicos cuando se les educa para amar cada vez más a la Iglesia, en cada uno de sus componentes, cuando asumen la responsabilidad de animar a la Iglesia desde dentro, no cuando se oponen a ella desde fuera. Lo correcto es que los laicos enriquezcan a la Iglesia con sus dones, no que formen entidades separadas.
Esto también se aplica a las hermandades. Son católicas, y en ellas hay laicos bautizados que son hijos de la Iglesia, llamados a hacer crecer a la Iglesia, su madre, con sus carismas, su entusiasmo, sus actividades, siempre en comunión con los obispos, sus pastores. De esta armonía surgen grandes frutos. Las contradicciones, en cambio, permanecen estériles y son muy perjudiciales para la Iglesia. El Papa Francisco hizo este enérgico llamamiento a las cofradías: «Amad a la Iglesia. Dejaos guiar por ella. En las parroquias, en las diócesis, sed un verdadero pulmón de fe y de vida cristiana, aire fresco»[6].
Sólo amando a la Iglesia y aportando un impulso de fe a las comunidades locales pueden las hermandades realizar plenamente su misión.
5. Las hermandades casa y escuela de sinodalidad. El Santo Padre, al concluir el Sínodo sobre la sinodalidad, dijo que el estilo sinodal lo «estamos aprendiendo juntos, poco a poco» y añadió que el «Espíritu Santo nos llama y nos sostiene en este aprendizaje, que debemos comprender como proceso de conversión»[7]. Por lo tanto, es un proceso que, también dentro de las hermandades, debemos aprender poco a poco, dejándonos guiar por el Espíritu.
El Papa Francisco resumió los aspectos esenciales del estilo sinodal en una frase, diciendo que consisten en: «escuchar, convocar, discernir, decidir y evaluar»[8]. Estos son cinco “pasos” fáciles de entender que pueden aplicarse a las hermandades.
En primer lugar, escuchar. Se deben crear los oportunos espacios y tiempos adecuados para dar voz a todo el mundo. En el caso de que se trate de grandes hermandades, esto implica la creación de grupos más pequeños para recoger las experiencias vividas, las sugerencias y las expectativas de cada miembro. No se trata de un debate, sino de un momento de oración: se escucha lo que la experiencia de fe suscita en cada uno. Es escuchar al Espíritu que habla en el corazón de los hermanos y hermanas y, a través de ellos, a todos los demás. No basta con una reunión ocasional, o muy esporádica, una vez al año, sino que deben preverse reuniones más frecuentes, para recoger la voz del pueblo y hacerla llegar no sólo a los responsables de la hermandad, sino también a los pastores.
En segundo lugar, convocar. Aquí es donde entra en juego el papel de los pastores. El Documento Final del Sínodo afirma que «El Obispo de Roma, principio y fundamento de la unidad de la Iglesia (LG 23), es el garante de la sinodalidad: a él corresponde convocar a la Iglesia en Sínodo, presidirlo y confirmar sus resultados»[9]. El proceso sinodal no es un fenómeno espontáneo, sino que siempre tiene lugar bajo la guía de los pastores. Por tanto, al igual que hace el Papa a nivel universal, a nivel local es el obispo – o su representante, el presbítero – quien convoca la reunión eclesial, en la que los distintos representantes o portavoces informan de lo que se ha recogido en la fase de escucha en los grupos. De este modo, la voz del pueblo se comparte y llega a los pastores, que tienen la tarea de “presidir y confirmar los resultados” de las reuniones sinodales.
Luego sigue el discernir. No se trata de una evaluación de tipo empresarial, basada en “costes y beneficios”: aunque es cierto que muchos sodalicios y muchas realidades asociativas deben tener en cuenta – incluso desde sus estatutos – los aspectos más materiales de su existencia; esto vale especialmente para las hermandades que se ocupan de la caridad. Pero es bueno tener en cuenta que esos instrumentos de administración, rendición de cuentas, gestión, etc., todos juntos sólo serían indicativos de una actividad empresarial, si no estuvieran orientados y motivados por algo más, si no fueran la expresión de un camino concreto de fe. Quiero, por tanto, volver a llamarles al discernimiento como proceso espiritual, propio de la comunidad cristiana desde sus orígenes. Si no hubiese discernimiento, no habría apostolado en sentido estricto. Se trata de comprender en qué “dirección” nos lleva Dios a caminar en el momento presente. Es una práctica muy particular que hay que adoptar. No se trata de formar una mayoría o de llegar a un consenso razonable, sino de comprender cuál es el impulso del Espíritu aquí y ahora. Uno se pregunta: ¿A qué misión nos llama el Señor como comunidad, como hermandad? ¿A qué hay que dar prioridad? ¿Qué hay que abandonar y qué hay que abrazar? Lo que se comprenda y acoja en esta etapa se filtrará hasta los niveles más “prácticos” de la acción apostólica de una hermandad.
A continuación, sigue el decidir. La escucha y el discernimiento no se prolongan indefinidamente, sino que deben desembocar en una decisión. Es el momento de asumir la responsabilidad, en el que lo que ha surgido de la confrontación y el diálogo se traduce en opciones concretas, en iniciativas apostólicas, en misión. También aquí, la decisión no suprime los papeles y las competencias, sino que, siendo expresión de la comunión sinodal, sigue las competencias y los ministerios, laicales u ordenados, que cada uno tiene en la Iglesia.
Por último, está el evaluar. Cada decisión tomada, cada nuevo programa apostólico iniciado, cada tarea asignada, se somete a una revisión conjunta al cabo de cierto tiempo. De la Iglesia proceden las tareas e iniciativas, y a la Iglesia debe rendirse cuentas. Este es el aspecto de la “responsabilidad” y de la adecuada “rendición de cuentas” (que en términos técnicos hoy en día se denomina en todas partes “accountability”). Es un aspecto que durante mucho tiempo estuvo ausente, o muy infravalorado, en muchos ámbitos de la vida de la Iglesia y que, en cambio, contribuye en gran medida a que todo sea transparente, claro y compartido, y a fomentar el sentido de la responsabilidad y la seriedad en quienes han recibido nombramientos eclesiásticos.
Estas indicaciones, por supuesto, no deben tomarse de forma rígida y deben adaptarse a la situación concreta de cada hermandad. La idea de fondo, sin embargo, sigue siendo válida. También las hermandades deben favorecer los momentos de escucha, de discernimiento común, poner en marcha mecanismos de toma de decisiones en común, de reparto de tareas, de asunción de responsabilidades y de verificación comunitaria. Todo esto ayuda a evitar el personalismo y la verticalidad, que se producen cuando sólo unas pocas personas ostentan el monopolio de los cargos, las actividades y las finanzas. Ayuda a evitar el estancamiento – cuando las cosas que ya se han hecho se repiten cansinamente – porque el estilo sinodal favorece la aceptación de novedades procedentes de las bases, de los jóvenes, de los nuevos miembros. Ayuda a crear una mayor implicación, una mayor comunión, una mayor valoración de los carismas individuales y comunitarios.
Por último, no debemos olvidar que el estilo sinodal no es un fin en sí mismo, sino que está en función de la misión. En su reciente Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones, el Santo Padre escribió: «La misión universal requiere el compromiso de todos. Por eso es necesario continuar el camino hacia una Iglesia al servicio del Evangelio completamente sinodal-misionera. La sinodalidad es de por sí misionera y, viceversa, la misión es siempre sinodal»[10].
También en las hermandades, la introducción de nuevas prácticas sinodales debe orientar a todos sus miembros a ser no sólo más “democráticos”, sino sobre todo más “misioneros”. Este es el deseo del Papa, quien, vinculando el trabajo misionero también con las obras de caridad, que siempre han sido centrales en las actividades de las hermandades, dirigió esta invitación a las cofradías: «Que vuestras iniciativas sean “puentes”, senderos para llevar a Cristo, para caminar con Él. Y, con este espíritu, estad siempre atentos a la caridad. Cada cristiano y cada comunidad es misionera en la medida en que lleva y vive el Evangelio, y da testimonio del amor de Dios por todos, especialmente por quien se encuentra en dificultad»[11]. Sabemos que las hermandades tienen un gran potencial misionero, por eso la Iglesia confía en ellas y espera mucho de ellas.
Conclusión
Termino estas reflexiones dando las gracias a todos los responsables y a todos los miembros de las hermandades por la gran labor que realizan, por su testimonio de fe vivida, por su animación pastoral y misionera entre la gente, por el calor humano y espiritual que transmiten en sus celebraciones y ritos. Son custodios de un gran patrimonio de cultura, fe, espiritualidad y solidaridad que debe ser preservado, acrecentado y compartido. La Iglesia está cerca de todos ustedes, les acompaña y les anima como Madre. Continúen su camino, tengan humildad y fuerza para superar las dificultades y sean portadores de esperanza en el mundo.
Gracias por su atención.
_______________________________________________________________________________________
[1] Papa Francisco, Discurso a la Confederación de Cofradías de las diócesis de Italia, 16 de enero de 2023.
[2] Papa Francisco, Discurso a la Confederación de Cofradías de las diócesis de Italia, 16 de enero de 2023.
[3] Papa Francisco, Homilía de la santa misa con ocasión de la Jornada de las Cofradías y de la Piedad Popular, 5 de mayo de 2013.
[4] Papa Francisco, Homilía de la santa misa con ocasión de la Jornada de las Cofradías y de la Piedad Popular, 5 de mayo de 2013.
[5] Papa Francisco, Discurso a la Confederación de Cofradías de las diócesis de Italia, 16 de enero de 2023.
[6] Papa Francisco, Homilía de la santa misa con ocasión de la Jornada de las Cofradías y de la Piedad Popular, 5 de mayo de 2013.
[7] Papa Francisco, Saludo final al final de la segunda sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos.
[8] Ibíd.
[9] Documento Final de la Segunda Sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (2-27 de octubre de 2024) “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión”, 26 de octubre de 2024, n. 131.
[10] Papa Francisco, Mensaje para la XCVIII Jornada Mundial de las Misiones 2024 “Vayan e inviten a todos al banquete”, 20 de octubre de 2024.
[11] Papa Francisco, Homilía de la santa misa con ocasión de la Jornada de las Cofradías y de la Piedad Popular, 5 de mayo de 2013.
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