Vida
En su silencio Indi sólo pedía amor
Una reflexión de la Subsecretaria del Dicasterio, Prof.a Gabriella Gambino, sobre la historia de la pequeña Indi Gregory
Publicada en L’Osservatore Romano una reflexión de la Prof.a Gabriella Gambino, Subsecretario del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, sobre la historia de la pequeña Indi Gregory, la niña de 8 meses aquejada por una grave patología mitocondrial que murió en un hospice inglés.
© L'Osservatore romano - La pequeña Indi, como otros niños antes que ella, fue víctima de un sistema jurídico indiferente al derecho a seguir viviendo de un ser humano inocente, frágil, que en su silencio sólo pedía amor, relación, cuidados. Sin embargo, el derecho a la vida es la esencia y el fundamento del ius, del derecho per se, de cualquier sistema normativo que pretenda reglamentar la coexistencia entre los hombres a partir del principio de justicia. Es el punto de partida de cualquier discurso coherente sobre la paz en el mundo.
¿Cómo es posible, entonces, que una niña tan pequeña haya podido quedar atrapada en las mallas tan rígidas e intrincadas de una red judicial ante la que cualquiera se vuelve impotente? ¿Un derecho formal, positivista, capaz de atrapar al ser humano y decidir inexorablemente anticipar su muerte según cánones arbitrarios de bienestar y calidad?
Ante el caso de Indi, tenemos la sensación de estar viviendo, una vez más, el fracaso ante una muerte infligida bajo la mirada atónita de todos. Pero, ¿cómo hacer, en un mundo en el que la medicina y el derecho parecen, por momentos, haberse vaciado de su ratio, es decir el ser humano, con su vida intangible, ese bien objetivo y real que la “cultura del descarte” pretende relativizar?
La medicina y el derecho tienen la una en el deber de cuidado y asistencia, el otro en garantizar la convivencia – es decir, la vida de cada semejante – su razón de ser. Implican una toma de conciencia de nuestro ser-como-el otro en la fragilidad y del ser-con-el-otro en la vulnerabilidad. Una vulnerabilidad de la que ninguna técnica y ninguna decisión humana, podrá sustraernos jamás. La de Indi y la de muchos otros pacientes como ella era la condición de quienes se encuentran en una situación radicalmente asimétrica, en la que una dinámica de poder sobre la vida humana puede insinuarse ahora de forma abrumadora: una condición que, en cualquier estado de derecho, implicaría siempre el deber y la preocupación del más fuerte de proteger al más débil, más allá de cualquier condición, y no su empeño en discutir el valor de su vida. Hacerse cargo del otro cuando es vulnerable no significa decidir si su vida es digna, sino no sobrepasar nunca ese límite en el que se da el humanum, es decir, la preservación de la vida humana. Esta es la condición última para la subsistencia del derecho, de un derecho auténtico, constituido sobre la base del respeto a cada persona.
En semejante caso, la necesidad y la urgencia de desarrollar una pastoral adecuada y capilarmente en la Iglesia para acompañar a las familias se hace tangible ante nuestros ojos: para estar cercanos a las familias que, cada día, tienen que tomar decisiones en las que subyace una referencia a la verdad y al bien de la vida humana. Es necesario crear lugares a los que una madre pueda recurrir cuando se encuentre sola y perdida ante un diagnóstico prenatal, después de que en otros lugares le hayan dicho que es mejor que aborte a su hijo enfermo para “darse” la posibilidad de tener otro hijo sano; donde una pareja pueda ser asesorada en la verdad, cuando un hijo nace enfermo y el mundo que la rodea le sugiere que presente una demanda para que ese niño, desprevenido, reclame daños y perjuicios por no haber sido abortado; lugares a los que las parejas que no pueden tener un hijo puedan acudir para informarse adecuadamente, sin quedarse solas, cuando en otros sitios les dicen que no importa que tienen que hacer producir in vitro una docena de seres humanos, seleccionarlos, congelar unos y tirar otros para tener un hijo sano; y donde la medicina verdaderamente vanguardista sepa ofrecer siempre alternativas respetuosas con la vida humana, hasta la muerte natural. Porque así es también como opera la “cultura del descarte”. Modificando nuestra propensión a proteger y preservar la vida con soluciones aparentemente más capaces de satisfacer nuestros deseos y necesidades más naturales, como es la maravillosa de generar y transmitir la vida humana.
Más bien, cuando el Magisterio de la Iglesia invoca la cultura de la vida desde la concepción hasta la muerte natural, quiere decir en concreto precisamente esto: hacerse capaz de acompañar a sus hijos en estas difíciles elecciones, en las que cada uno debe poder encontrarse a sí mismo, sabiendo que se ha hecho instrumento de vida, de verdad y de amor del Padre hacia aquellos que le han sido confiados. Esto debería aplicarse a los médicos que ayudan a la familia a tomar una decisión, a la familia de cada paciente, a los jueces cuando se recurre a ellos. En la tutela de la vida, la Iglesia es Madre y su enseñanza es clara y sólida sobre el deber de cada uno de nosotros de ser guardián de la vida humana. La medicina actual ha evolucionado, las situaciones y las opciones pueden ser más complejas, pero como cristianos sabemos muy bien que una vida, por inconveniente y costosa que sea, siempre merece en sí misma amor, relación y cuidados. Por otra parte, sólo el amor es capaz de devolver al hombre a sí mismo. Es capaz, en medio de la dificultad, de recomponer al hombre que sufre en la unidad de la persona, permitiendo que los seres humanos que le rodean se encuentren en ese valor que es el hombre mismo, con la dignidad que le es propia. Nadie es nunca reducible a un “deseo de”, “un interés por”, “una capacidad para”. Todo ser humano es persona y basta. Sólo en virtud de esto debe ser protegido, apreciado, amado, sin peros. El grito que el débil dirige al otro es la voz de su inestimable dignidad. Y habla de amor, del sentido de su existencia. Bien lo sabía la Madre Teresa, que se ocupaba de los últimos, sin preguntarse si merecían o no sus cuidados, y como ella muchos otros santos “normales”, padres y madres que aceptan a diario relacionarse con la fragilidad de sus seres queridos, sin preguntarse si merece la pena. Este es también el sentido de humanidad al que nos llamó el Papa Francisco en el Ángelus del domingo pasado, el que sirve para reconstruir la paz.
La familia de Indi se ha convertido en un signo de contradicción en una época en la que se intenta degradar a la familia de su fuerza antropológica: sin embargo, esos poderosos lazos de amor han sacudido el mundo. Indi, con su preciosa vida, ha removido conciencias y ahora llama a todos a actuar para proclamar con fuerza la belleza y el precioso valor de la vida humana. Con su historia, intentó sacudir la cultura tanatológica de la posmodernidad y hasta su último instante nos dijo que la vida frágil es grandiosa en su capacidad de generar relaciones de amor. Debemos tener el valor de dejar que esta verdad brille frente a todas las formas de mentira y distorsión sobre el valor de la vida humana.
Gabriella Gambino
Subsecretario del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida
14 de noviembre de 2023
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